23 de mayo de 2006

EL COLOR DE LA TIERRA

No se te olvide darle vueltas al maicito
Quien quita y llueva pa´que nazca parejito
Y si Dios quiere que se de chulo esta vez
Mandas decirme, pa´venirlo a recoger

Guillermo Velázquez
La Flecha.

Mi papá se cruzó de mojado “al otro lado”, se fue a trabajar a los Estados Unidos cuando yo tenía siete años. Se fue por las mismas razones que se van miles de compatriotas, que ya en aquellos años, vivían una situación económica terriblemente difícil. Recuerdo bien que el día que partió de casa, llevaba un sweater de lana blanca, grueso, para resistir las heladas de ese invierno crudo.

Se fue con su compadre José, mi padrino, que en esa época tenía a su esposa embarazada y a él lo habían alcanzado los recortes de personal en la fábrica de jabones donde trabajaba. Mi papá pasó por algo similar. La mueblería donde trabajó por algunos años quebró, o se cambió de dueño, no se que pasó exactamente, pero el caso es que dejó de existir y todos sus empleados quedaron sin empleo. Era el segundo trabajo que había tenido mi papá desde que se casó con mi madre ocho años antes. El anterior era como distribuidor de una empresa de botanas que se llamaba Pepe Frico, una empresa que apenas estaba en desarrollo y que, como sucede en el capitalismo, quebró por no poder competir con las grandes empresas con apoyo transnacional. Mi papá vio como opción irse a trabajar a los Estados Unidos.

En ese entonces no se hablaba de reformas migratorias ni de boicots ni protestas. Los gringos recibían más o menos bien a los latinos y su mano de obra barata (más barata que la de los gringos) que emigraban en busca del “sueño americano”. Mi papá también fue en su búsqueda con un éxito a medias en su empleo como camarero del Motel Ramada Inn, en San Antonio, Texas, donde hacía jornadas hasta de 18 horas al día, lavando trastos, haciendo limpieza en general y otros trabajos. No sabía inglés, (hasta la fecha no lo habla), pero el idioma nunca fue problema, porque ya en esos años, el sur de los Estados Unidos estaba habitado por muchísimos hispanos que residían principalmente en los estados de California, Arizona y Texas. Me lo imagino azorado por el tamaño de los edificios y por la agitada vida en aquel lugar donde no hay espacio para la convivencia entre vecinos. Todo es trabajar para ganar dinero y preservar el esquema: acumular-comprar-acumular.

La ventura llevó a mi padre a conocer también San Luis Missouri, lo recuerdo porque, lleno de orgullo, en sus cartas nos mandaba fotos postales con vistas aéreas del Gateway Arch sobre el Río Mississippi y el estadio de beisbol de los Cardenales. Y nos mandaba dólares - que cambiábamos a 12 pesos cada uno - doblados entre las cuartillas de papel que escribía cualquier noche en que añoraba el hogar, ilusionado con un futuro sin carencias para sus entonces, apenas dos hijos y emocionado de vivir en carne propia el “way of life” de los gabachos, desayunando Ham and Eggs en Mc Donald´s, acompañado de una Diet Coke, y escuchando boleros de tríos mexicanos en su radiograbadora Sony.

Pero también, aquella muchedumbre y los altos edificios, aquellos Free Ways con interminables torrentes de autos, hacían más anónimo a mi padre y a todos los que desapercibidos flotaban de aquí para allá en los devenires de las grandes urbes norteamericanas. Esas ciudades enormes que se tragan a la gente, que la engullen en sus calles y avenidas, en contra posición del espíritu provinciano de mi ciudad natal, todavía a principios de los 80´s. Allí donde toda le gente se conocía y se saludaba, donde el aire se respiraba libre de contaminantes y la polución por ruido era inexistente. No era necesario militarizar las fronteras ni levantar muros, símbolos de una mala relación de vecinos.

Que decir de quienes se iban, se van todavía, dejando no solamente a la familia en espera, a los hijos escuálidos y a la esposa cansada y siempre llorosa; sino también a la tierra sin trabajar, seca, que yace cubierta de una palidez sombría, como si estuviera muerta. A veces me pregunto de dónde toma la tierra su color. Pienso que si los pintores quisieran ilustrar una imagen agreste, retratando su gran pobreza, acudirían al color de la piel morena de los hombres, mujeres y niños humildes que la pisan con sus pies descalzos y la riegan con su sudor y su llanto. Creo que ese singular tono proviene de la inocencia infantil que se va impregnando en cada paso, poco a poco hasta agotarse. De los niños que crecen en el campo mexicano, pobre, desesperanzado.

Niños que crecen malcomidos y apenas tienen edad suficiente, se echan una manta al hombro y se van a sufrir abusos de polleros insensibles que les exprimen todo el dinero que pueden y luego los abandonan en mitad del desierto; y se van a padecer hambre y sed y hasta se exponen a ser trofeos de caza de asesinos racistas. Todo por la posibilidad de encontrar del otro lado del Río Bravo, una esperanza de vivir mejor, algo que en su propio país les es negado.

Mi papá volvió unos años más tarde, llegó a casa con muy pocos dólares y su ropa y algunos dulces en una maleta con hoyos por donde se escurrió el sueño americano. Desde entonces conduce un taxi.

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