20 de abril de 2006

LAS NOSTÁLGICAS FIESTAS

El cumpleaños de Don Lorenzo se celebraba en Agosto, justo en el mismo mes en el que años atrás había perdido la mitad de su pierna derecha en un accidente de carretera en el que él conducía un camión que transportaba material para construcción. Ahora usaba una prótesis de hierro pesadísima que ajustaba al muslo con unas correas de cuero. Doña Juana Ávila, su mujer, se esmeraba en el metate moliendo las semillas de cacahuate, junto con el chile ancho y el mulato y las almendras. Recuerdo verla hincada con las faldillas recogidas, pero sin dejar jamás el rebozo que la acompañaba todos los días desde las cinco de la mañana. En la otra orilla del metate, la pasta oscura del batido caía sobre un recipiente de plástico, que luego se rebajaría con caldo de pollo y se le agregaría el chocolate y el ajonjolí para preparar el sabrosísimo mole como sólo lo sabía hacer mi abuela.

El mole estaba casi listo para la hora en que Don Lorenzo venía de su nueva actividad económica: un carrito donde vendía tortas a los traileros, sus antiguos compañeros. No le gustaba estar inactivo, incluso para el día de la Fiesta de San Luis Rey, fecha que siempre caía un aguacero sobre la ciudad, él se alistaba con sus hules gruesos negros y se iba a trabajar empujando su carrito. Va a llover, advertía. Y llovía aunque no hubiera la más mínima señal en el cielo. Don Lorenzo tenía esa capacidad que tienen los viejos para predecir el futuro inmediato, esas cosas que uno no sabe como ocurren hasta que los años le dan la experiencia para oler la humedad en el aire, o distinguir en las estrellas y las nubes nocturnas el aviso de una frágil ráfaga helada que se avecina.

Mis padres y yo íbamos con frecuencia a casa de Don Lorenzo y Doña Juana, mis abuelos paternos y el día de la fiesta de cumpleaños no podía ser la excepción. Llegábamos siempre temprano, incluso antes de que alguno de los tíos matara al cerdo que habríamos de engullir en la tremenda comilona preparada para el festejo. No se por que todo mundo se emperifollaba: las mujeres se ponían sus vestidos de telas delgadas y brillantes y los hombres vestían muy formales, nunca estuve de acuerdo con asistir demasiado arreglado a una fiesta tan familiar. Mi abuelo Lorenzo usaba como siempre, un sobretodo de mezclilla dura, al estilo de los ferrocarrileros, zapatos de trabajo, su sombrero de pelo de liebre y en el bolsillo su reloj de leontina bañada en oro de 18 kilates y cuadrante blanco de porcelana, un regalo de su hijo mayor en un cumpleaños anterior.

Ese día, el patio principal lucía impecable: sus pisos rojos de cemento bien lustrados, con olores frescos por las macetas recién regadas. Todo estaba más limpio que de costumbre, excepto el patio trasero, donde las gallinas encerradas en jaulas sostenían el debate diario con el perro pastor alemán que era su guardián protector, pero también el más molesto de sus vecinos. Ahí también estaba un árbol de granadas que en esa época daba los últimos frutos del año. Cerca de la barda que dividía el resto de la casa, el cerdo destazado se cocinaba en un gran cazo de cobre, hervido en su propia grasa y aderezado con cerveza y naranjas partidas por la mitad.

Y las canciones de José Alfredo Jiménez que amenizaban cada tertulia familiar en las que se encontraba mi abuelo Lorenzo, sonaban con improvisados mariachis formados por mi papá y mis tíos que hacían coros chillones y desafinados, pero eso si, muy enjundiosos.

Todos estos recuerdos me llegaron a la mente de un solo golpe, quizás está de moda nostalgiar. He pensado que si uno tiene la costumbre de recordar es porque ha vivido agradablemente. De niño tuve mi bici, ahora viajo en camión de a 4 pesos, pero eso me ha permitido andar de aquí para allá. Tuve Star Wars y Superman de niño. Tuve Lord of the Rings de adulto. Tuve al Gabo y a Alejandro Dumas de compañía adolescente. Tuve Archie y Tom y Jerry de niño y tengo semiótica, estructuralismo y lingüistica ahora. Tuve 10 kilos de menos cuando comía un gansito y un refresco durante todo el día por no comer las lentejas que había en casa y que ya me habían hartado después de un mes de ser menú único.

Tuve leche chipilo de niño, ahora de vez en cuando puedo tomar San Marcos Light que no me daña el estómago, pero descubrí los tés de manzana con canela. He descubierto una malsana pasión por los Hersheys, y en general por cualquier chocolate. Tuve el solitario para acompañar mis horas de ocio en mi primera oficina, luego llegó el Pin Ball y el primer internet con el sonido de conexión del módem. Luego daba mi reino por un cable de red, y el Prodigy y el Pentium 4. Hoy por hoy, no puedo vivir sin mi conexión de 2 Gb por cable.

Buena parte de mi vida han sido letras, cuentos, libros, novelas, periódicos. La lectura me maravilla, me pasma. Y siempre, siempre, me ha dado perspectiva.

Sólo soy un divertido coleccionista de guijarros.

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LA BICICLETA

Cuando vi a los niños pasear en sus bicicletas por la plazuela del pueblo donde pasé los días de asueto de la Semana Santa, no pude evitar recordar la época de mi niñez en que yo aprendí a usar ese vehículo. Era una Windsor blanca con las salpicaduras color naranja que me amaneció en la navidad de mis nueve años. Tenía un asiento grande, de piel color negra, con una horqueta cromada como respaldo, de donde mi papá me sujetaba en tanto yo aprendía a pedalear con equilibrio. Pero alguna vez me tenía que soltar y caí como es casi inevitable al experimentar las primeras veces en esa bicicleta que era, ahora que lo pienso, demasiada alta para mi edad.

Pensaba en mi vieja bici, que aunque fue la primera, no es la que me trae mejores recuerdos de mi infancia, sino aquella Vagabundo color verde con letras amarillas, usada antes por uno de mis primos mayores, de quien yo heredaba casi todos sus juguetes. La Vagabundo era característica por tener una rueda delantera muy chica y unos manubrios como cuernos de carnero, eso la hacía diferente y yo me sentía original atravesando veloz las calles empedradas de la ciudad, desde el barrio de Tlaxcala hasta el barrio de Santiago, pasando por el mercado República por el lado donde se ubican los puestos de hierbas que curan de mal de ojo, diuréticas, laxantes y remedios caseros para atraer la suerte, el amor y el dinero.

Ningún lugar mejor para andar en bicicleta como el campo. El aire fresco del medio rural, la tranquilidad característica de las poblaciones pequeñas, todo ese ambiente bucólico en el que se combinan el piar de las aves de corral y el olor a leche fresca por las madrugadas, hacen propicio el uso del invento de Kirk Patrick McMillan, en las tardes cálidas, cuando el sol se despide y la luna se asoma trémula para después mostrar su plenitud que ilumina la noche como una candela.

Así fueron para mí estos días de asueto. Corrí feliz al lado de Anehtzi, que a sus 9 años estaba aprendiendo a andar en bicicleta, en la plazuela de un poblado llamado Estación Obispo, el mismo donde años atrás su mamá, Olivia, cuando tenía la misma edad, también aprendió a usar la bicicleta. En esa ocasión de ejercitarse, Olivia pensaba en mantener fijos los manubrios sin virarlos para dar vuelta y el percance sobrevino contra un limonero que detuvo su inocente carrera. Alguna vez le dije a Olivia que la bicicleta es como la vida, al principio uno se sube y se puede caer, pero hay que levantarse cada vez hasta aprender a andar bien en ella. Después, es más difícil que uno se caiga.

Anehtzi también pasó por lo mismo y quedó huella de su intrepidez en algunos ligeros raspones, que sanaron pronto pero llevan algo de sabiduría. Se me ocurre que subir por primera vez a la bicicleta tiene algo de madurez, es como el principio de una nueva etapa de la vida, como el empezar a caminar o como los polluelos de águilas cuando su madre los suelta a volar. La vida tiene otra perspectiva después de ese paso.

Es un logro que media de manera importante en la formación del carácter, educa en una cultura de esfuerzo. No es gratuito que los pedagogos modernos lo utilicen como analogía formativa en el proceso de enseñanza – aprendizaje, como un sinónimo de aprender y entender. Por todo eso, pero sobre todo porque en la edad adulta, los recuerdos de las infantiles andanzas en los que somos imaginarios quijotes o tripulantes de naves espaciales, nos permiten conservar ilusiones, nos permiten seguir soñando como en la tierna niñez.

Felicidades Anehtzi.

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